“Señor mío, no
os pido otra cosa en esta vida, sino que me beséis con beso de vuestra boca, y
que sea de manera que aunque yo me quiera apartar de esta amistad y unión, esté
siempre, Señor de mi vida, sujeta mi voluntad a no salir de la vuestra”
(Conceptos del amor de Dios 3,15).
Este modo de
hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso? Cuando la oración es
mucho más que nuestro esfuerzo por alcanzar a un Dios que está lejos, cuando la
oración es encuentro vivo con Jesús, que quiere romper nuestra muerte con su
vida, ¡qué verdad es que solo podemos orar en el Espíritu! Jesús, que vive a la
intemperie, confiado en el proyecto del Padre, saca al ser humano de las
seguridades y lo invita a creer. Esta invitación de Jesús produce vértigo,
aparece el miedo, surge la crisis. ¿Aceptar a Jesús o prescindir de Él? El
dramatismo de esta página del evangelio sigue viva en muchas conciencias. ¿Puede
el ser humano, sin romperse por dentro, sin renunciar a su humanidad, decirle sí
a Jesús? Espíritu Santo, atráeme sin miedo hacia Jesús.
El Espíritu
es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son
espíritu y son vida. ¿Renuncia Jesús a su proyecto cuando crece la
indiferencia de los suyos? ¿Rebaja su propuesta de dar espíritu y vida a la
humanidad? No; sigue adelante. Sus palabras contienen vida y no las retira.
Convertir lo insignificante en absoluto no es la solución para que el ser humano
tenga vida. Orar es abrir las manos para recibir la vida sorprendente que Jesús
trae. Orar es dejarse amar por el Amor. Orar es atreverse a vivir con la
alternativa que Jesús propone. Jesús, no me dejes caer en la tentación de
abandonarte.
¿También
vosotros queréis marcharos? El panorama se ha vuelto muy
sombrío. Muchos abandonan. Quedan unos pocos. Parece el final
de un sueño. Pero Jesús no persigue el éxito, ni le inquieta el fracaso. Deja
marchar a su casa a quienes lo desean, pero no abandona su misión. Él es libre y
en torno a Él quiere que se respiren aires de libertad. Todo lo suyo está
envuelto en gratuidad. Así es su Padre. No puede ni quiere cambiar. Donde parece
que todo es noche oscura, empieza a asomarse la luz. Cuando todo parece que va a
terminar, todo vuelve a ser posible. Gracias, Jesús, por respetar mi vida,
por mantener tu fidelidad en mi pecado, por esperarme.
Señor, ¿a
quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos.
La última palabra, radiante y valiente, es la del Espíritu. La fe es un
regalo. Se asoma en Pedro y en los testigos, que siguen junto a Jesús. Nada se
puede comparar con el hecho de creer en las palabras de Jesús, que no son vacías
ni engañosas. Junto a Él está la vida. El abandono se cambia
ahora en abrazo; la desconfianza en seguimiento. ¡Qué alegría! Yo no te
quiero abandonar, Señor Jesús. Nadie me ha amado como Tú. En nadie he encontrado
tanto amor. Tú vales más que todo. Gracias por siempre. .
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