Nos recuerda A. Geschè que las razones para la fe sólo convencen a los creyentes, y no siempre, y no todas. Es más, una fe presentada a los mismos cristianos en ocasiones sirve de pregunta sobre lo que están viviendo y dejan de vivir, sobre lo que entienden y no entienden. Pero que los no creyentes siguen en lo suyo. Al menos cuando se pretende reducir a algo racional y objetivo, los que se confiesan ateos siguen a lo suyo. Aunque no siempre. Pero una vida cuestiona siempre, la experiencia y la historia, contadas con sentido, van más allá de lo ordinario y lo trascienden. De esto sabemos todos, por eso situarnos en ese plano de diálogo, donde la realidad se transforma y apropia, donde el misterio y la interioridad humana se unen, hace más fácil cualquier tipo de diálogo y cualquier tipo de pregunta. Los únicos requisitos necesarios son la sinceridad del hablante y la apertura del oyente. Pero esos no se imponen, se proponen.
- La primera es muy básica, y sincera. Porque puedo. La primera razón por la que creo es porque me nace de dentro, porque va en mi humanidad, porque confiar y dar los primeros pasos abrazado y empujado por otros es natural, tanto como la vida misma. Es justo lo contrario de los grandes esfuerzos. A veces, de hecho, pienso que tengo que quebrarme a mí mismo para no creer, y que no creer me rompería intermante, externamente, me dejaría profundamente desprotegido en medio de un mundo que no sería capaz de conquistar, ni comprender. Ni me entendería a mí mismo.
- Me la enseñaron mis padres. Grandes cosas les debo. Entre otras la vida. De esas que no se podrán devolver nunca, ni con cariño, ni con cuidados, ni mucho menos con dinero. De esas que son impagables, y que no han generado ninguna deuda. Sólo una relación, una historia compartida.
- Eligieron el colegio donde iba a estudiar. Sobre todo el primero. Cuando pasé al instituto, fui yo quien eligió el “colegio de curas” en el que, precisamente ahora, soy profesor. Mis padres eligieron el colegio en función de (sus) criterios personales. No valía cualquier lugar, no querían que estudiase en cualquier sitio. Si bien es cierto que en los dos primeros en los que probaron no fui admitido. La opción fue la tercera. Lo mejor de todo fue que cuando crecí, y pude pensar algo o empezar a hacerlo, quise ir a la primera opción que ellos habían preferido y en la que entonces no tuve plaza. ¡Cosas de la vida!
- Responsabilidad personal. Llegó el momento de ser libre, de caminar en el mundo sin las ataduras de la familia, de conocer y ampliar el horizonte. Y entonces fui responsable con lo recibido. Lo cual implicaba darle un par de vueltas a lo que me habían metido en la mochila de la vida. Ver y comparar, preguntarme y responder. Y me di cuenta de que era maravilloso. Lamentablemente uno lo piensa cuando se da cuenta de la desprotección de otras personas, de la historia de otros jóvenes de la misma edad.
- No dejarme llevar por los demás, del todo al menos, o en eso al menos. Es algo universal. El abandono de la casa del padre para vivir bajo el liderazgo del grupo, creyendo entonces que somos libres porque estamos “fuera” de las faldas y pantalones familiares. En ese viaje, no renuncié a muchas cosas de las aprendidas. Y supe, además, dialogarlas. No sentía vergüenza, pese a lo que otros decían, de lo que estaba viviendo. Y creo que para muchos eso fue algo que debían respetar. Incluso les llamaba la atención. Me sentía afortunado por tener una tradición familiar, unos valores que proteger, algo en lo que afianzarme. A diferencia de otros, que andaban por doquier buscando quiénes eran. Yo ya tenía alguna que otra respuesta. Y una importante era decir que soy cristiano.
- Celebrar la Eucaristía, ir a misa, estar en grupos. O, dicho de otra manera, hacer lo que alguien que cree, hace. Repetir, asimilar, ponerme a “tiro” para disfrutar los dones del Espíritu. Mis padres no quisieron, curiosamente, que participara en un grupo que había en la parroquia. Algunos de mis vecinos iban. Yo quería ir, sin saber bien dónde iba o por qué quería. Mis padres dijeron entonces que nada, de nada. Sin embargo, celebrar la Eucaristía cada domingo sí que me ha mantenido firme. No soy de los que hicieron la Primera Comunión y desaparecieron. Soy de los que, gracias a Dios, han sido obligados a estudiar y a ir a misa los domingos. Porque mis padres se preocuparon “en los años del despiste” de que no perdiera “demasiado” el rumbo, pese a la adolescencia, la juventud y la “falsa madurez” que acompaña estos pasos de nuestro crecimiento.
- Experiencias vividas. De esas que son incomunicables totalmente, aunque podamos escribir sobre ellas. De esas que, pese a lo que pueda parecer, son de lo más sencillo pero dejan huella, honda y profunda. Tan permanente que todavía hoy, haciendo memoria y reviviendo, se me ponen los pelos de punta. Experiencias personales, que no individuales. Experiencias históricas, que ayudan a leer el futuro, el presente y el pasado con nuevos ojos. Experiencias nucleares, no de las que acarician la superficie sino que entran hasta lo profundo del corazón y de la vida. Dentro de esa colección de experiencias está más de una que es un tanto indeseable. Al menos no la quisiera para nadie. A mí me ha hecho ser quien soy, y puedo dar gracias por ella; sin embargo, no creo que hubiera sido necesario vivirla.
- Conocer a Jesucristo. Es verdad, lo he dicho, que mis padres me han hablado en casa siempre de Dios. De una u otra manera, siempre estaba presente, y empapaba mi realidad y mi forma de ver el mundo, las relaciones, de juzgar y de pensar. Es verdad, no lo niego. Pero del “Dios de mis padres” al “Señor mío y Dios mío” hay un paso grande. Llegó el día en que tuve que ser yo quien respondiera a la pregunta evangélica: ¿Quién decís que soy yo? Podría haberme quedado en la respuesta del libro. Sin embargo, quise indagar. Leyendo y preguntando alguien me indicó que era alguien a quien podría preguntar directamente, con quien entablar relación de amistad y diálogo. Se abrió para mí el mundo de la oración. Un universo quasiparalelo al inicio, donde todo era de otro color, con otras formas, mucho más brillante y apasionante. Allí se hablaba en perfecto y desde el corazón. En el mundo ordinario, poco más que presentes y deseos tenemos, y el engaño está al acecho. Sin embargo, en el mundo de la oración se fue haciendo clara una cosa, poco a poco y paso a paso: Dios está ahí fuera, buscándote. Entonces (y ahora), cuando conocí el Evangelio, la historia de Jesucristo, su Palabra que tocaba mi vida, la fe se hizo más firme. Más mía, o más suya.
- Estudiar. Un poco de todo. Pero no dejarme llevar por los sentimientos, ni estar a merced de las emociones, sin negarme en ellos, ha sido importante. Me ha aportado claridad, horizonte, e incluso ritmo. Porque estudiar no es sólo hacer exámenes, tomar apuntes y repasar una y otra vez ejercicios. Estudiar fue para mí conocer compañeros, hacer amistad, preguntarme cosas “gordas” a diario, entregarme a la lectura, sembrar un futuro, conocer las grandes respuestas que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad, descubrir grandes personajes, hacer síntesis personal, darme cuenta de lo que cuesta vivir bien, ser feliz y llegar a la cumbre, reflexionar y orar, y dialogar mucho.
- Porque he tenido cuidado. La fe, al menos la mía, no es de hierro. Es tan frágil como el amor. Y al mismo tiempo que me cuido a mí mismo de no vivir de cualquier manera, también me preocupo por lo que creo, cómo lo creo, y cómo vivo lo que creo. No son pocas las dificultades que afronto. Sin llegar a pensar en las que me plantean los demás.
- Porque tengo dudas. Y en las preguntas siempre se abren, no sin dificultad, alguna que otra luz. Y prefiero la luz a la oscuridad, descifrar los enigmas poco a poco a quedarme parado y sin pensar. Porque las dudas he visto que no tienen tanto poder como las certezas, los principios y la vida que llevan dentro las respuestas. Tengo dudas, curiosamente, la mayor parte de las veces sobre algo que no he vivido. Pero cuando me lanzo, confío y experimento, siento interiormente una gran paz, libertad, y rectitud de corazón. Sin permitir que otros, con sus inquietudes y sus carencias, dejen que mi debilidad se acalle.
- Porque he superado alguna que otra crisis. Nunca solo. Es verdad. Quizá hubiera sido mi mayor condena, querer caprichosa y disruptivamente salvarme a mí mismo. Crisis que no han sido “directamente de fe”, y en las que he aprendido que todo tiene que ver con Dios, en todo está Dios, y Dios es Providente una y otra vez. De las crisis he salido tremendamente fortalecido, y tremendamente herido algunas ocasiones. Ya quisiera yo decir, y proclamar a los cuatro vientos, que esto es fácil, sencillo, cómodo… La felicidad va por otro lado, y buscando cosas grandes también se sufre mucho. De alguna que otra crisis podría haberme librado sin más. Lo que pasa es que soy demasiado “cabezón”. Si hubiera hecho más caso a quienes avisaban y aconsejaban, habría ahorrado esfuerzos en varios momentos. Ahí están, escritas en mis historia como situaciones difíciles. Algunas han sido propias, y otras las he hecho mías por la cercanía, el escándalo que me han provocado, el dolor que he visto. Doy gracias por ellas, en la medida de mis posibilidades.
- Por los amigos que tengo, las amistades cuidadas y guardadas y queridas y veladas. Me parece que no me he conformado con poco, que no me ha valido cualquier cosa, ni tampoco me he rodeado o he dado crédito a cualquiera. Aunque no puedo decir que los haya elegido yo, ni siquiera buscado. Son un gran don, que viene de lo alto.
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