La primera palabra de parte de Dios a los
hombres, cuando el Salvador se acerca al mundo, es una invitación a la alegría.
Es lo que escucha María: Alégrate.
J. Moltmann, el gran teólogo de la esperanza,
lo ha expresado así: «La palabra última y primera de la gran liberación que
viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena, sino absolución. Cristo
nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su alegría a este mundo
contradictorio y absurdo».
Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se
le puede obligar a que esté alegre ni se le puede imponer la alegría por la
fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer en lo más profundo de nosotros
mismos.
De lo contrario; será risa exterior, carcajada
vacía, euforia creada quizás en una «sala de fiestas», pero la alegría se
quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón.
La alegría es un don hermoso, pero también muy
vulnerable. Un don que hay que saber cultivar con humildad y generosidad en el
fondo del alma. H. Hesse explica los rostros atormentados, nerviosos y tristes
de tantos hombres, de esta manera tan simple: «Es porque la felicidad sólo
puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni la
bolsa».
Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz
cuando hay tantos sufrimientos sobre la tierra? ¿Cómo se puede reír, cuando aún
no están secas todas las lágrimas, sino que brotan diariamente otras nuevas?
¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en
el hambre, la miseria o la guerra?
La alegría de María es el gozo de una mujer
creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humillados y
dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a
los ricos vacíos.
La alegría verdadera sólo es posible en el
corazón del hombre que anhela y busca justicia; libertad y fraternidad entre los
hombres.
María se alegra en Dios, porque viene a
consumar la esperanza de los abandonados.
Sólo se puede ser alegre en comunión con los
que sufren y en solidaridad con los que lloran.
Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por
hacerla posible entre los humillados.
Sólo puede ser feliz quien se esfuerza
por hacer felices a otros.
Sólo puede celebrar la Navidad quien busca
sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo entre nosotros.
Las fiestas de María no se celebran sólo para cantar su grandeza,
sino para aprender de ella a ser más fieles a su Hijo. Cómo subrayó el último
Concilio, María es «modelo» para la Iglesia. ¿Cuáles podrían ser los rasgos
propios de una Iglesia más «mariana»?. Señalemos algunos.
Una Iglesia que fomente la «ternura maternal»
hacia todos sus hijos cuidando el calor humano en sus relaciones con ellos.
Una Iglesia de brazos abiertos, que no rechaza
ni condena, sino que acoge y encuentra un lugar adecuado para cada
uno.
Una Iglesia que, como María, proclame con
alegría la grandeza de Dios y su misericordia también con las generaciones
actuales y futuras.
Una Iglesia que se convierte en signo de
esperanza por su capacidad de dar y transmitir vida.
Una Iglesia que sabe decir «sí» a Dios
sin saber muy bien a dónde le llevará su obediencia.
Una Iglesia que no tiene respuestas para todo,
pero busca con confianza, abierta al diálogo con los que no se cierran al bien,
la verdad y el amor.
Una Iglesia humilde como María, siempre a la
escucha de su Señor.
Una Iglesia, que nunca está acabada, más
preocupada por comunicar el Evangelio de Jesús que por tenerlo todo
definido.
Una Iglesia del «Magníficat», que no se complace
en los soberbios, potentados y ricos de este mundo, sino que busca pan y
dignidad para los pobres y hambrientos de la Tierra, sabiendo que Dios está de
su parte.
Una Iglesia atenta al sufrimiento de todo ser
humano, que sabe, como María, olvidarse de sí misma y «marchar de prisa» para
estar cerca de quien necesita ser ayudado.
Una Iglesia preocupada por la felicidad de todos
los que «no tienen vino» para celebrar la vida.
Una Iglesia que anuncia la hora de la mujer y
promueve con gozo su dignidad, responsabilidad y creatividad
femenina.
Una Iglesia contemplativa que sabe «guardar y
meditar en su corazón» el misterio de Dios encarnado en Jesús para transmitirlo
como experiencia viva.
Una Iglesia que cree, ora, sufre y espera la
salvación de Dios anunciando con humildad la victoria final del
amor.
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